Comentario
A la muerte de Sixto IV, el cónclave que se reúne para darle sucesor procede a la redacción de unas capitulaciones cuya observancia debe jurar el nuevo elegido; es una práctica que hemos venido viendo en los últimos cónclaves y también, sistemáticamente, su incumplimiento. El contenido de estas capitulaciones tiene un interés especial porque, además de los compromisos ya habituales sobre Cruzada y Reforma, contiene la más acabada práctica de los principios que venían siendo objeto de debate desde hacía más de un siglo. La Iglesia se convertiría en una organización regida por una oligarquía, presidida por el Pontífice.
El elegido es Juan Bautista Cibo, Inocencio VIII, una hechura de Giuliano della Rovere; un hombre de turbulenta juventud con el que las intrigas políticas, el temporalismo y la venalidad se adueñan de la Curia. Sin embargo, tampoco este Papa cumpliría las capitulaciones previas a la elección, en gran parte porque el Colegio cardenalicio carecía de suficiente poder por hallarse dividido en facciones enfrentadas.
La política italiana absorbió todas las escasas fuerzas del débil Pontífice; por ello, era más difícil que en anteriores pontificados pensar en la realización de una Cruzada contra los turcos. La Cristiandad no sólo no respondió a sus llamadas a la Cruzada sino que menudeaban los contactos diplomáticos entre las potencias italianas y los turcos.
Un ejemplo especial de tales contactos seria la permanencia del príncipe Djem, hermanastro del sultán Bayaceto, como rehén, en varias cortes cristianas, desde la Rodas de los caballeros de San Juan, a la pontificia. Este príncipe constituía un precioso rehén, con el que se podían crear dificultades al sultán, pero fue también ocasión para el mantenimiento, por primera vez, de contactos oficiales entre el Pontificado y los infieles.
La venalidad, vicio ya extendido en el anterior pontificado, se convirtió en absolutamente habitual; es la consecuencia del temporalismo y también de las imperiosas necesidades económicas de una corte principesca.
La sucesión de Inocencio VIII, debido a su precaria salud, bastante antes de su fallecimiento, ocurrido en julio de 1492, fue otro factor de tensiones cortesanas; dos facciones dividen, esencialmente, al Colegio cardenalicio: la dirigida por el vicecanciller, Rodrigo Borja, y la encabezada por Giuliano della Rovere, alma del actual Pontífice, ambas, a su vez, expresión de la división italiana cuyos polos eran Milán y Nápoles.
El elegido fue Rodrigo Borja, que adoptó el nombre de Alejandro VI; su elección estuvo precedida, lo que ya venia siendo práctica corriente, de negociaciones económicas que pueden ser abiertamente calificadas de simoníacas. Su pontificado viene a constituir la culminación de los males que venían aquejando al Pontificado; sin embargo, la eficacia fue la nota dominante en su gestión política al frente de los Estados pontificios, siempre con el objetivo de impedir la presencia extranjera en Italia. En ese sentido era el Papa que la mayor parte de sus contemporáneos parecían precisar.
Importantes sectores siguen considerando imprescindible la Reforma, tanto más cuanto la Curia viene siguiendo un agudo declive moral. La Reforma se convierte en el eje de algunas predicaciones, algunas tan violentamente expuestas como las de Jerónimo Savonarola, ya influyente al comenzar Alejandro VI su pontificado.
Sus predicaciones y su vinculación con la irrupción en Italia de Carlos VIII dieron a Florencia un régimen demagógico y tiránico, tras la huida de los Médici, inspirado por el fogoso predicador. Alejandro VI actuó con enorme cautela respecto a él reclamando un mayor comedimiento en sus predicaciones; la sentencia de excomunión lanzada, finalmente, contra Savonarola (mayo 1497) señala el comienzo del trágico final del visionario. El fracaso de la política italiana de Carlos VIII, a la que tan imprudentemente se había ligado, había debilitado, algún tiempo antes, su situación.
Los propios florentinos, hastiados de su extremismo y tiranía, decidieron su caída; su sincero celo reformador fue expuesto con tal radicalidad que lo hacía inviable. Un año después de su excomunión, Savonarola era ejecutado en Florencia.
De alguna manera el pontificado de Alejandro VI venía a resumir los defectos del temporalismo; a pesar de la quiebra moral tanto de la persona del Pontífice como de la Curia y de gran parte de los personajes de su época, no obstante, es innegable el prestigio político y los aciertos de su diplomacia.
El profundo desgaste que significa, primero, el Cisma, y, luego, el conciliarismo imponen una orientación determinada al Pontificado. Ante unas Monarquías cuyo crecimiento es evidente, el Pontificado ira dejando en manos de aquellas el control de las respectivas Iglesias, a cambio de obtener apoyo frente a la revolución conciliarista; la firma de concordatos, o la aplicación de tal sistema, aún no escrito, es el hecho habitual a lo largo del siglo XV. En algunos casos, aquellos en que la propia Monarquía venía alentando movimientos reformadores, las consecuencias son positivas; en los demás, además de la sumisión eclesiástica al poder temporal, se preparan algunas de las rupturas que cristalizaran unos años después, casos de Inglaterra y Alemania.
Esa situación, en parte, es responsable de que el Pontificado se preocupe, esencialmente, de superar la amenaza que constituye el conciliarismo y de la construcción de un fuerte Estado que le ponga a cubierto de presiones exteriores, como ocurriera en el pasado. Las grandes cuestiones que hubiese sido preciso abordar, tales como la Reforma o la Cruzada contra los turcos, para la que nunca se halló el eco imprescindible, quedaron una y otra vez aplazadas, aunque nunca dejaron de ser evocadas.
El temporalismo y, en ocasiones, innegables lacras morales son una de las características del Pontificado en los últimos decenios del siglo XV; a pesar de ello y de las violentas críticas de algunos fogosos predicadores el prestigio del Pontificado no sólo no parece decrecer, sino que cobra importancia internacional. El papel arbitral de Alejandro VI dividiendo el océano entre Portugal y la Monarquía española, para resolver los problemas suscitados por el descubrimiento americano, seria incomprensible de no existir ese prestigio.